Tiene miedo de
volver la cabeza y mirarla de nuevo, por si acaba convertido en una estatua de
sal. No le importaría, el precio para poder verla un instante es barato. La
mira y descubre sus lágrimas ahogadas, contenidas, y eso es superior a todo lo
demás. Da un paso, se detiene ante él, sube la mano hasta acariciarle la
mejilla, y cuando ella cierra los ojos, temblando le da un beso en los labios.
Se entre abren como la puerta del paraíso. Él pasa al otro lado de la ventana e
inicia el descenso sabiendo que allá arriba ha dejado algo más que el corazón.
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